“Ya no sé si este libro trata de mi familia, de la memoria o de mí, o si sigue siendo un libro sobre miniaturas japonesas.”
Pues yo tampoco, pero qué importa, el libro me gustó y debo decir que soy el primer sorprendido de que así fuera.
Soy bastante zote para apreciar todo arte que no sea literatura o música, y aun de estas tampoco puedo presumir mucho. Soy incapaz de valorar una pintura o una escultura, por ejemplo, y no digamos ya un edificio del que por mil vidas que viviera sería incapaz de descubrir nunca cuánto espacio le toma al mundo, cuánto mundo desplaza. Me siento bobo cuando el autor comenta el cuadro “El puente de Europa”, de Gustave Caillebotte, y nos dice: “Es como el comienzo del mundo: una letanía de movimientos perfectos y sombras”, cuando yo solo veo a un perro cruzando un puente entre gente que pasea. No, yo no soy de los que se sienten vivo mirando un cuadro.
Tampoco me interesan nada los dichosos netsukes, esas figuritas que aquí metemos en los roscones de reyes, aunque no tan bien acabadas, eso es cierto. Ni siquiera me interesan ahora, tras leer el libro, no creo que, por mucho que los manosee, su tacto me llegue a decir lo que necesito saber y dudo mucho que llegaran nunca a hablarme de mí mismo. Quizás en aquel final de siglo, cuando las galerías de bibelots de París eran sitios de encuentro para citas adúlteras... pero ya es tarde.
Y qué quieren que les diga, tampoco es que las tribulaciones de Los Ephrussi, una familia que se hizo inmensamente rica especulando con el trigo ucraniano, siempre muy amablemente retratada por su descendiente Edmund, me pongan los pelos de punta. Si hasta el Oriente Express hacía parada en un pequeño apeadero que tenían en una de sus fincas. Vale, aquí puede que me haya pasado un poco. También eran judíos y los desplantes y menosprecios de los que fueron objeto tanto en París como en Viena fueron lamentables y la persecución nazi un suceso terrible y horrendo. No les envidio lo que para ellos tuvo que ser perder una fortuna tan colosal y una posición con tanto poder y pasar a ser unos vulgares apestados, como tampoco, esto incluso menos, todos esos objetos de arte confiscados, todos esos bellos libros que en su gran mayoría nunca fueron devueltos.
Pero lo que sí les envidio muchísimo son las relaciones tan cercanas que tuvieron con los grandes intelectuales y artistas de la época. Uno de sus miembros, Charles, fue uno de los modelos que Proust tomó para construir su personaje Charles Swann y hasta fue retratado en un cuadro de Renoir, “El almuerzo de los remeros”. Otros dos, Pips e Ignace, aparecen en sendas novelas de Jakob Wassermann y Joseph Roth. Elisabeth tuvo una larga relación epistolar con Rilke… y para terminar, un cotilleo: se dice, se comenta, se rumorea que otro miembro de la familia, Maurice, podría ser el desconocido padre del mismo Stalin.
Y pese a todo esto, el libro me ha gustado, no para tirar cohetes, pero mucho más de lo que sus mimbres podrían augurar. Un punto importante a su favor es todo aquello que tiene que ver con la compulsión por coleccionar, por el placer que implica encontrar un objeto y gozar después de su posesión. Obviamente, yo disfruto de la lectura de los libros, pero confieso que parte de este se debe al objeto en sí mismo, a la belleza de su edición, hasta me influye el hecho de que sea o no de mi propiedad, y, tras su lectura, me encanta observarlos en mi biblioteca, sacarlos de ella de vez en cuando con el único objeto de tenerlos en mis manos.
Pero ni siquiera esta obsesión compartida, aunque sin comparación posible en cuanto al valor monetario de lo coleccionado, puede explicar estas tres estrellas que le he dado. Sin duda, la forma en la que ha hilado todos estos componentes a través de esta colección itinerante de netsukes, la voz con la que nos ha transmitido la nostalgia propia y la vicaria, el tratamiento nada sensiblero de las tragedias vividas por su familia, el amor por los objetos, la sensibilidad en su contemplación, en su tacto, hasta en su exposición, te va ganando poco a poco hasta terminar el libro casi sin darte cuenta.
“…al contrario que la caja de museo, la vitrina es para ser abierta. Y el momento en que la puerta de cristal se abre, el ojo elige, la mano se extiende y retira, es un momento de seducción, de encuentro eléctrico entre esa mano y el objeto.”
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