Y sintió por primera vez la espesura de las horas, que se acumulaban unas sobre otras como un peso muerto que en aquel lugar, en mayor o menor medida, todos arrastraban tras de sí. Y advirtió la soledad en sus miradas. Esa inconfundible soledad. La tristeza de quien no se siente perdido en aislado, sino solo. Tan solo como lo están todos los que se hayan a su alrededor, sentado sin noticias en una silla absurda. Pensando que a veces no tener a nadie consiste, precisamente, en estar rodeado de gente.