Veinticuatro horas en la vida de una mujer

Cuánto disfrutamos señalando con el dedo, juzgando, cuestionando, negándonos a calzarnos en los zapatos de los demás. Despedazamos al que es diferente, valiente, al que está hundido, al que no quiere, ni puede, más. Rellenamos con nuestros prejuicios, y nuestros miedos, todo aquello que desconocemos y que, en tantas ocasiones, nos aterra. No señales las heridas de quien saltó, mientras tú esperabas el golpe desde las rocas.
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Stefan Zweig lo cuenta de forma magistral en su Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1927), en la que un acontecimiento inesperado tiene lugar entre los huéspedes de una pequeña pensión de la Riviera. Este hecho desata la liberadora confesión de una distinguida dama al caballero que, en las conversaciones comunes, se muestra más compresivo con la protagonista de lo sucedido.
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También ella vivió veinticuatro horas dominada por una pasión cegadora, que la oponía a sí misma, a su sentido común y a todo lo que su vida había sido desde entonces. Pero que la arrastraba hasta hacerla escapar del objeto de su deseo, que la atrapa y la espanta a partes iguales y de cuyo desgarro solo puede liberarla el tiempo.
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"Tanta resistencia a reconocer el hecho evidente de que una mujer, en ciertas horas de su vida, pese a su voluntad y a la conciencia de su deber, se encuentra indefensa ante el poder de fuerzas misteriosas, revelaba miedo del propio instinto, miedo del fondo demoníaco de nuestra naturaleza".
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