Había crecido en un arrabal, en el arroyo parisiense, y alta, hermosa, de carne soberbia como planta de estercolero, vengaba a los indigentes y a los abandonados, a los cuales pertenecía. Con ella, la podredumbre que se dejaba fermentar en el pueblo ascendía y pudría a la aristocracia. Ella se convertía en una fuerza de la naturaleza, en un fermento de destrucción, sin quererlo ella misma, corrompiendo y desorganizando. París entre sus muslos de nieve. Y al final del artículo aparecía la comparación de la mosca, una mosca de color de sol y envuelta en basura, una mosca que tomaba la muerte de las carroñas toleradas a lo largo de los caminos y que, zumbando, bailando, lanzando brillos de joya, envenenaba a los hombres con sólo ponerse sobre ellos, en los palacios que invadía entrando por las ventanas.
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