De mi padre había aprendido que los libros o se adoraban o se prohibían. Los libros de Dios -los escritos por los profetas mormones o por los padres fundadores de Estados Unidos- no debían estudiarse, sino valorarse, como algo perfecto en sí mismo. Me había enseñado a leer las palabras de Madison y hombres similares como un molde en el que debía verter la escayola de mi mente, para que se conformara según el contorno de aquel modelo impecable. Los leía para aprender lo que debía pensar, no para pensar por mí misma. Los libros que no eran de Dios estaban prohibidos; impactantes e irresistibles por su ingenio, representaban un peligro.