La vida secreta de Sarah Brooks

Pero toda decisión tiene una consecuencia. Toda acción, una reacción. Y tal como las malas acciones tienen malas consecuencias, las malas decisiones deberían producir resultados igualmente negativos. El problema era que parecía que nadie recibía castigo alguno por las malas acciones y decisiones que llevaba a cabo.

Éramos como inquilinos conviviendo bajo el mismo techo y en el mismo colchón, casi desconocidos el uno para el otro.

Y solo hacía falta una excusa, una pequeña chispa que encendiera la mecha del odio latente, el que surge de creerse mejor que los demás.

Le parecía surrealista; abstracto como un cuadro de Dalí, donde arriba es abajo y abajo no es sino un reloj blando y derretido como su sentido de la cordura.

No quiero que me veas postrada en una cama sin poder moverme. Tienes que prometerme que me ayudarás.

Dejó de odiarlo. El sentimiento que apenas duró unos segundos se evaporó como un sueño al alba, como su memoria lo haría en breve.

En ese instante lo odió. Odió al médico que tenía enfrente, a la persona que la había sentenciado.

Solo podía rendirse a la realidad. La cruda e invariable realidad que les escupía en la cara una vez más.

Pensé en una frase que había leído en uno de mis libros: «Somos la pareja perfecta en el momento equivocado».

Era una lucha constante entre el corazón y la cabeza. Cuando ganaba la razón lo tenía claro, pero cuando era el corazón quien salía vencedor, me podían las ganas de verlo.