Quebrada

Hace ya algunos días que terminé de leer “Quebrada”, de Mariana Travacio, y aún me impregna y va conmigo a todos lados su acérrima belleza. Porque la prosa de Travacio rebosa de un lirismo, a veces agresivo y prudente, a veces desbordante, que va de la mano de una historia marcada por la soledad y el anhelo de quien nada tiene y espera poco.

Mariana Travacio nos lleva a la quebrada, ese lugar inhóspito entre montañas en el que viven Lina y Relicario, un paisaje seco, espigado, donde nada crece, donde nunca llueve. Lina partirá en busca del mar y de su hijo, que se fue hace mucho en busca de una vida mejor. Y caminaremos al lado de sus pasos firmes y su lúcida determinación, arrastrados por la fuerza de una mujer que es capaz de dejarlo todo para perseguir lo que desea, que no es mucho y es todo. Su marido, reticente a marcharse porque no quiere abandonar a sus muertos, terminará emprendiendo su propia búsqueda: la buscará a ella. Y, separados, encontrarán quienes les ayuden y comprendan. Y verán por fin campos verdes a los que les cuesta acostumbrar una mirada que siempre ha sido del color de la tierra y la piedra.

“Quebrada” se sitúa en un tiempo indeterminado para hablarnos también de las migraciones, de la pugna entre pudientes y sometidos, de raíces y desarraigo, de resignación, de locura y de muerte. Como uno de los personajes le dice a Lina a propósito de su viaje a tierras fértiles, “también es mucha la locura en ese sitio, doña”.

Son varias las voces que nos narran esta historia que, a pesar de su brevedad, es intensa y dura. Una de esas obras que disfrutas durante la lectura porque la lectura en sí es bella; que no quieres terminar porque te lleva a lugares en los que las palabras son tratadas con maestría y ferocidad (escuetas, justas, ásperas -bellas siempre-); de la que no sabes qué esperar y que, cuando lo descubres, de manera abrupta, te paraliza.