Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no erábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra.
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Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no erábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra.
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Vine a decirte cosas que di por obvias, y no lo era. No lo son. Vine a decirte que nunca me importó que mi padre fuese un difunto. Con tu nombre me bastó. Era la única casa firme que podía cubrirme.
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Vivir, un milagro que aún no llego a entender y que muerde con la dentellada de la culpa. Sobrevivir es parte del horror que viaja con quien escapa. Una alimaña que busca derrotarnos cuando nos encuentra sanos, para hacernos saber que alguien merecía más que tú seguir con vida
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Cuando llegamos al cementerio, ya estaba abierto el hoyo con dos fosas. Una para ella, otra para mí. Mi madre había comprado la parcela años atrás. Mirando aquel hueco de arcilla, pensé en una frase de Juan Gabriel Vasquez que leí en una de las galeradas que tuve que corregir unas semanas antes: Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos. Al observar el césped rasurado alrededor de su tumba, entendí que mi único muerto me ataba a una tierra que expulsaba a los suyos con la misma fuerza con la que los engullía. Aquella no era una nación, era una picadora.
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Crecí en un lugar repleto de columpios y toboganes de metal oxidado a los que nadie acudía por temor a la delincuencia, que en aquel tiempo ni soñaba rozar las dimensiones que adquirió con el paso de los años.
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Entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado.
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-¿No fumas? -Ya no, pero déjame las últimas dos caladas. |
En ese instante, por primera vez en meses, lloré con el cuerpo entero, con espasmos de miedo y dolor. Lloraba por ella. Por mí. Por lo único que habíamos sido. Por aquel lugar sin ley en el que, al caer la noche, Adelaida Falcón, mi mamá, seguiría a merced de los vivos. Lloré pensando en su cuerpo, sepultado bajo una tierra que nunca nos traería paz. Cuando me senté junto al conductor no me quería morir: ya estaba muerta.
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Así vivíamos todos entonces: mirando qué había en la bolsa de la compra del otro y olisqueando si el vecino llevaba algo que escaseara para buscar dónde conseguirlo. Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación.
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Quién quiere velar a un muerto ajeno cuando barrunta el suyo.
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Como agua para chocolate