Viaje a España

Un pueblo al que se sirven estos espectáculos no es necesariamente un pueblo de cobardes (por más que habría que discutirlo, porque la cantidad de cobardía que se despliega en esta lidia equivale cuando menos a la de la valentía; en todo caso, los que la contemplan desde la comodidad de los tendidos no demuestran arrojo alguno), pero sí un pueblo que guardará en lo más íntimo de sí mismo un fondo de crueldad y de maldad bestial. Un pueblo incivilizado que excluyo de mi Europa.

Domingo, 10 de marzo. Corrida (creo que es la primera de la temporada) en la Nueva Plaza de Toros. Todavía más desagradable de lo que me figuraba. Feo y vil. Lo único que me produce admiración -y sólo hasta cierto punto- son las faenas de capa de los lidiadores. Hay en ello gracia, valor y una precisión de movimientos verdaderamente artística. El tercio de banderillas es una inútil crueldad, tanto más cuanto que viene en un momento en que el animal está ya enloquecido. Por lo que respecta a los picadores, me gustaría saber qué desdicha celestial o terrena puede forzar a esos desgraciados a ejercer un oficio tan feo, tan estúpido y tan peligroso. La única finalidad que parecen tener es la de conducir el caballo hasta los cuernos del toro para que este lo destripe. Y si el jinete se libra de las cornadas, es gracias únicamente a la protección que le presta su maltrecha montura derribada y los quites que los peones le hacen con sus capotes, porque el malparado caballero nada puede hacer por defenderse. Tampoco admiro la suerte definitiva de matar ni al celebrado espada que la ejecuta; cualquier matarife de Chicago le da ciento y raya a este tipo de asesino, cuyo talento se reduce a acertar el punto mortal. Y eso con un pobre toro extenuado por todos los combates p preparatorios, un toro que sangra por los puyazos y las banderillas recibidas, un toro que saca la lengua fuera, que jadea, que ya no sabe qué hacer, que se sabe irremisiblemente perdido (he experimentado la sensación clarísima de que a siente a su vez la angustiada bestia). Y el desdichado animal no tiene ya, muchas veces, el menor deseo de pelea; todo lo que querría es que se le dejase en paz. Pero el público extasía con el golpe de gracia que administra el verdugo. Lo bueno no es que el toro caiga fulminado de una vez, sino que le entre el estoque hasta la empuñadura en el morrillo para que pueda estar unos momentos en pie, desangrándose por los ollares y la boca, antes de doblar los remos morir.

¡Pobre toro! Tan hermoso cuando se precipita fuera del toril, tan joven, tan ardiente en sus movimientos, tan gracioso incluso cuando acude las primeras veces a la cita de los capotes, se diría un noble perrazo juguetón. Sólo unos minutos después, ya no queda de él sino un guiñapo, enloquecido, agotado, sucia su lustrosa y bella piel de manchas de sangre (la sangre es desagradable de contemplar, contra lo que yo hubiera creído: tiene no sé qué de espeso y de viscoso que resulta repelente). Luego, esas absurdas banderillas que le acribillan cruelmente, y que en vano trata de sacudirse... Una sangrienta caricatura de sí mismo, en suma.

¡Miserable bestia! A ninguno de los que asisten al espectáculo se les pasa siquiera por las mentes la angustia de sus últimos instantes. Solo contra todos, blanco de los golpes (y de los sarcasmos) de todos, en medio de varios miles de personas que baten palmas y hasta se ríen de cada herida que le es inferida... Una pesadilla espantosa, una pesadilla vivida y no soñada, cuyo fin no puede ser otro que la muerte. ¡Verdugos! ¡Verdugos!