Cuando los cascos retumban y las espadas cantan, no hay refugio ante la tormenta.
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Cuando los cascos retumban y las espadas cantan, no hay refugio ante la tormenta.
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Hacéis que lamente no ser el monstruo que creéis que soy
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A veces la Vieja Tata nos contaba la misma historia dos veces, pero si era buena no nos importaba. Nos decía siempre que las historias viejas son como los viejos amigos, hay que visitarlas de cuando en cuando.
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Todo tiene raíces en el pasado, en nuestras madres, en nuestros padres y en los padres de nuestros padres. No somos más que marionetas; nos mueven los hilos de los que nos precedieron, y algún día, nuestros hijos tendrán que bailar como les dicten nuestros hilos.
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El tonto más grande es a veces más inteligente que los hombres que se ríen de él.
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—Estoy seguro de que extrañáis muchísimo a vuestro padre. Lord Eddard era un hombre valiente, honrado, leal… Pero, como jugador, un completo desastre —Se llevó la semilla la boca con el puñal—. En Desembarco del Rey hay dos tipos de personas: los jugadores y las piezas. —¿Yo era una pieza? —Temía la respuesta, pero se la imaginaba. —Sí, pero eso no tiene por qué preocuparos. Todavía sois casi una niña. Todo hombre y toda doncella empiezan siendo piezas, aunque algunos se crean jugadores. |
—Cállate, Cercei. Joffrey, cuando tus enemigos te desafíen, debes responderles con acero y fuego. Pero cuando se pongan de rodillas, debes ayudarlos a levantarse. De lo contrario, nadie volverá a arrodillarse ante ti. Y si alguien tiene que decir «Yo soy el rey», es que no eres el rey. Aerys no lo llegó a entender, pero tú lo entenderás. Cuando haya ganado la guerra en tu nombre, restauraremos la paz del rey y la justicia del rey.
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—Eres mío —susurró—. Eres mío, igual que yo soy tuya. Si tenemos que morir, moriremos. Todos los hombres mueren, Jon Nieve. Pero antes vamos a vivir.
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—Dejad de decirme lo que tengo que hacer, moza. Me moriré si me place. —¿Tan cobarde sois? El mero sonido de la palabra lo conmocionó. Él era Jamie Lannister, caballero de la Guardia Real, el Matarreyes. Jamás lo habían llamado cobarde. Otras cosas, sí: renegado, mentiroso, asesino… Decían que era cruel, traicionero y despiadado. Pero cobarde, jamás. —¿Qué puedo hacer, aparte de morir? —Vivir —replicó—. Vivir, pelear y vengaros. |
La mano le ardía. Le seguía ardiendo mucho tiempo después de que se apagara la antorcha con la que le habían quemado el muñón sanguinolento, días y días después; todavía sentía la lanzada del fuego en el brazo, y sus dedos, los dedos que ya no tenía, se retorcían en las llamas. Ya lo habían herido antes, pero nunca de aquella manera. Jamás había imaginado que se pudiera sentir dolor. A veces, sin que supiera por qué, se le escapaban de los labios antiguas oraciones, plegarias que había aprendido de niño y que no había vuelto a recordar en años, las mismas que había rezado, arrodillado junto a Cercei, en el septo de Roca Casterly. En ocasiones llegaba incluso a llorar, hasta que oyó que se reían los titiriteros. Aquello hizo que se le secaran los ojos y se le muriera el corazón, y en sus oraciones pidió que la fiebre le quemara las lágrimas. |
¿En qué año se publica el primer tomo de esta saga?