Tormenta de espadas de George R.R. Martin
La mano le ardía. Le seguía ardiendo mucho tiempo después de que se apagara la antorcha con la que le habían quemado el muñón sanguinolento, días y días después; todavía sentía la lanzada del fuego en el brazo, y sus dedos, los dedos que ya no tenía, se retorcían en las llamas. Ya lo habían herido antes, pero nunca de aquella manera. Jamás había imaginado que se pudiera sentir dolor. A veces, sin que supiera por qué, se le escapaban de los labios antiguas oraciones, plegarias que había aprendido de niño y que no había vuelto a recordar en años, las mismas que había rezado, arrodillado junto a Cercei, en el septo de Roca Casterly. En ocasiones llegaba incluso a llorar, hasta que oyó que se reían los titiriteros. Aquello hizo que se le secaran los ojos y se le muriera el corazón, y en sus oraciones pidió que la fiebre le quemara las lágrimas. |