La conciencia de que, al igual que una planta, yo también sufro los daños de la intemperie: puedo secarme, marchitarme, perder partes y, sobre todo, no moverme como me gustaría. Lejos de verme como la persona de la que depende el bienestar del jardín, me sé expuesta a las circunstancias, vulnerable. Si el jardín había sido el lugar donde contemplar la metamorfosis y la transitoriedad, ahora la aceleración de la corriente me obliga a darme cuenta de que a mí también me arrastra. Ya no soy una observadora externa, alguien que dispone y administra. Yo también estoy a merced de lo que ocurre. Eso inspira un sentimiento de hermandad con el jardín, agudiza la sensación de formar parte de él. Igual de indefensa, igual de mortal. Menos sola, en cierto modo. ¿Igual de sola?