su única aportación al mundo era el dióxido de carbono que exhalaba con cada respiración.
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su única aportación al mundo era el dióxido de carbono que exhalaba con cada respiración.
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(...) y por pendeja, por creer que los hombres van a ayudarte pero a la mera hora es una la que tiene que partirse la madre para sacárselos de adentro, y partirse la madre para cuidarlos, y partirse la madre para mantenerlos, mientras el cabrón de tu marido se va de pedo y se aparece cuando se le hincha la gana.
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Había que calmarlos primero, hacerles ver que no había razón alguna para tener miedo, que el sufrimiento de la vida ya había concluido y que la oscuridad no tardaría en disiparse.
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(…) y lo oscuro no dura pa’ siempre. ¿Ya vieron? ¿La luz que brilla a lo lejos? ¿La lucecita aquella que parece una estrella? Para allá tienen que irse, les explicó; para allá está la salida de este agujero.
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(…) cuando lo único que el viejo había querido explicarle era la necesidad de hablarle a los cadáveres mientras los enterraba, coño; porque en su experiencia las cosas salían mejor de esa manera; porque los muertos sentían que una voz se dirigía a ellos, que les explicaba las cosas y se consolaban un poco y dejaban de chingar a los vivos.
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¿Por qué mejor no los entierra parados?, sugirió el güero, arrojando la colilla al fondo de la fosa. El pendejo lo decía en broma, pero el Abuelo sabía que aquello nunca funcionaba. Daban mucha guerra si no estaban acostaditos, bien acomodados el uno sobre el otro. Ellos mismos se sentían incómodos y se removían y la gente no podía olvidarlos y ellos se quedaban atrapados en este mundo y luego andaban haciendo desfiguros, dando tumbos por entre las sepulturas, espantando a la gente.
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(…) que no hay tesoro ahí dentro, que no hay oro ni plata ni diamantes ni nada más que un dolor punzante que se niega a disolverse.
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Tenía una voz bonita; una voz que ya era de hombre, no como su cuerpo, que aún era de muchacho, y en la negrura ominosa que parecía estarlos tragando, su canto fue un consuelo (…)
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Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y restos de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamara de otra manera. Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche hija del diablo.
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Que respeten el silencio muerto de aquella casa, el dolor de las desgraciadas que ahí vivieron
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Como agua para chocolate