Chesil Beach

No es una fantasía balsámica, para entretenerse y evadirse, es un pedazo de vida, melancólico y amargo: no es el camino de baldosas amarillas, sino "la inmensa vía recta de guijarros relucientes a la luz pálida", Chesil Beach, un encuentro y un desencuentro, un recuerdo que nos hostiga, una decisión, una negación que cambia nuestro futuro y al que volvemos una y otra vez.

No es la asombrosa y superlativa Expiación, con su rica y deslumbrante complejidad de puntos de vista y visiones temporales que se ramifican como fractales, se anticipan y retrotraen colmando cualquier ambiciosa expectativa que podamos tener ante lo que es el Arte. Aquí nos encontramos más bien una pieza de cámara, un atardecer en un hotelito cabe una playa de gravilla, con Florence y Edward, en 1962.

Es esta una época difícil, de transición entre la austeridad de la posguerra y el Swinging London. Nuestros pobres héroes confusos tienen "muchos planes, planes alocados" y convergen huyendo de la insatisfacción con su entorno y atrayéndose por lo que tienen que ofrecer. ¿Es esta ofrenda sincera y total? ¿Sabemos lo que somos y lo que queremos, plenamente, en un mundo que busca un lugar para el mañana? Jacqueline du Pré, Norman Cohn, Iris Murdoch, noticias confusas de la píldora y el comienzo de la protesta contra las nucleares enmarcan esta lucha personal, con dos antagonistas orbitando desde Chesil Beach y nosotros con ellos, adelante y atrás, en esta agonía entre los hechos y los deseos, en lo que nos hace ser quienes somos.