El baile de las locas

¿Te he hablado de lo serena que me siento desde que dudo? Sí, no hay que tener certezas. Hay que poder dudar; de todo, de las cosas y de una misma . Dudar.

Eugénie estaba resignada y había empezado a dejarse llevar por la apatía, que amenazaba con arrastrarla lejos; porque la esperanza no es un recurso inagotable y, antes o después, necesita basarse en algo.

La indignación es un sentimiento avasallador, y no conviene malgastarlo.

La incomodidad sucede a la confesión. Nunca sabemos realmente si hemos hecho bien al revelar nuestras verdades. El alivio que produce el momento de sinceridad se transforma con rapidez en pesar. Nos arrepentimos de habernos abierto. De habernos dejado llevar por la necesidad de contarlo. De haber depositado nuestra confianza en el otro. Y ese pesar nos lleva a prometernos que no lo volveremos a hacer.

Como si los obstáculos intelectuales no bastaran, también había que limitarlas físicamente. A juzgar por las barreras que les ponían, más que despreciarlas parecía que los hombres las temieran.

Nota que ella se resiste, pero sigue besándola, porque la insistencia hace que los demás cedan.

A las mentes orgullosas no les gusta que las contradigan, y menos una mujer. A esos hombres sólo les interesan las mujeres cuyo físico los atrae. De las otras, las que pueden poner en entredicho su virilidad, se burlan o, mejor aún, se deshacen.

¿Habrá algo tan consolador como creer que tus seres queridos permanecen contigo después de haber muerto? De este modo, la muerte pierde su carácter grave y definitivo. Y la vida gana en valor y sentido. No hay un antes y un después, sino un todo.

Los años que había pasado en la Salpêtrière le habían enseñado que los rumores causaban más estragos que los hechos, que una enferma mental, incluso después de haberse curado, seguía siendo una enferma mental a los ojos de los demás, y que ninguna verdad podía limpiar un nombre manchado por la mentira.

Lo que sorprende a Geneviève en este caso en particular es la clase social del hombre que está frente a ella. Por lo general, a los burgueses les horroriza internar a sus mujeres o a sus hijas. No porque tengan un sentido de la ética más elevado y consideren inmoral encerrar a sus mujeres contra su voluntad, sino porque, si el internamiento trascendiera, dañaría para siempre la reputación del patriarca. A la menor muestra de perturbación mental bajo las arañas de cristal, las burguesas son rápidamente tratadas y encerradas bajo llave en su habitación.