Exterminad a todos los salvajes

Sería superfluo reiniciar la discusión acerca de si las sociedades se enferman arrastrando en su deterioro a sus componentes o si estos trasladan a ellos sus patologías. En última instancia, es el hombre en su estricta individualidad quien soporta la presión de una economía que no le permite satisfacer sus necesidades mínimas con dignidad o de un sistema ideológico que lo obliga a odiar al otro o a temerlo. El hecho del signo cultural bajo el cual haya nacido es anecdótico cuando el cuerpo sufre y la vida carece de horizonte.

En todo el mundo existe un conocimiento reprimido profundamente que, si cobráramos conciencia, haría estallar nuestra concepción del mundo y nos obligaría a dudar de nosotros mismos. En todo el mundo sigue representándose el corazón de las tinieblas.

El modo de vida de los pueblos naturales está tan adaptado al clima y a la naturaleza que un súbito cambio, por más inocente y aun útil que pudiese ser, se convierte en fatídico.
Grandes cambios, como la privatización de los terrenos que anteriormente habían sido propiedad común, conmueven todo el fundamento de un estilo de vida.
Los europeos han destruido, por rapacidad o por imprudencia, el fundamento de todo lo que los nativos pensaban, conocían, sentían y creían. Cuando la vida ha perdido sentido para ellos, sucumben.

Ya es tiempo de que esta aniquilación se detenga y, por cuanto una larga y dolorosa experiencia nos muestra que siempre fracasamos cuando queremos hacer más felices, más sabios o mejores a los bárbaros que visitamos, debemos dejarlos en paz y dirigir nuestros afanes pedagógicos hacia nosotros mismos para tratar de contener y dominar nuestra codicia, nuestro egoísmo y nuestros vicios.

El que los nativos muriesen probaba que pertenecían a una raza inferior. Dejad morir a aquellos a quienes las leyes del progreso se los ordena -dijeron algunos-. Otros opinaban que había que protegerlos por razones humanitarias, desterrándolos a algunos lugares remotos, y entonces se podría, como por pura casualidad, apropiarse de sus tierras de cultivo y usarlas para los intereses propios.

¿No sigue vigente hoy en día la ley de Adam Smith? ¿Puede una sociedad que no hace valer el derecho a trabajar seguir sosteniendo el derecho a vivir?

Es en la espalda que se notan las ausencias.
La parte anterior puede ponerse la máscara. El rostro por lo menos puede encontrarse a sí mismo en el espejo. Es la nuca la que está sola.
Podemos abrazarnos el vientre y acurrucarnos a su alrededor. Pero la espalda permanece sola. [...].
No encontramos nunca la soledad. Llega desde atrás y nos alcanza.

Un negro podía ser matado sin riesgos y sin condenas, del mismo modo que se mata un perro. Por eso los negros eran perros, así era la lógica.

Nadie señala que un rasgo destacado en la concepción europea del hombre, durante la niñez de Hitler, era el convencimiento de que las razas inferiores ya estaban condenadas por naturaleza a la desaparición. La auténtica misericordia de las razas superiores consistía en ayudarlas en ese tránsito.

¿Quizá buscamos en el miedo un grado aun mayor de sensación vital, una forma más intensa de existencia? Tengo miedo, luego existo. Cuanto más miedo tenga, más existo.