Esos valsecitos franceses tocados en acordeón, con profusión de notas a toda velocidad, sencillos pero muy adornados, siempre me habían producido una clase especial de nostalgia; una nostalgia que no refiere a ningún pasado personal, que no refiere a nada vivido ni conocido. Exactamente igual que los tangos que escuchaba a mis quince años en discos del sexteto de Julio De Caro, grabados quince o dieciséis años antes de que yo naciera. Igual, en cuanto a la nostalgia sin referencias personales; pero cada uno, el valsecito y el tango, tiene una clase distinta de nostalgia. La nostalgia del valsecito francés viene mezclada con un cierto fracaso, un fracaso por así decirlo placentero; fracasa en la alegría que pretende; es una alegría falsa, y que sabe que es falsa. El tango me trae la nostalgia por algo que no viví pero que fue; el valsecito me quiere mostrar algo presente que no es, algo que debería alegrarme pero con un tipo de alegría que no existe, o que no conozco. Lo que podría ser, pero no es, ni será. Es muy fácil echarse a llorar con esos tangos o con esos valsecitos. Y es un llanto necesario, que hace bien.
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