Otra verdad, la )

—Tendría toda la libertad del mundo para disfrutar de sus pasatiempos, señor Tremayne. A eso me refería. Podría hacer lo que le diera la gana sin que ninguna mujer se lo echara en cara, porque ya estaría casado. Tendría una esposa a la que no le debería nada, que no se interpondría en su camino, que le estaría agradecida y le haría la vida lo más agradable posible.

—¿Sabe lo que está pidiéndome?
—¡Sí!
—No quiero una esposa —le dijo él con brusquedad.
—¡Lo que no quiere es una esposa a la que tenga que ofrecerle afecto! —se dio cuenta de que sus palabras lo habían sobresaltado, y aprovechó aquella pequeña ventaja—. ¡Por eso la situación es perfecta! —se acercó demasiado a él sin darse cuenta, apoyó las manos en el escritorio, y lo miró con expresión casi implorante—. ¿Es que no lo ve?

—El testamento de mi padre me ha dejado desolada, señor Tremayne. Colaboro con varias… causas benéficas, y quiero tener mi propio dinero para seguir haciéndolo. Usted comentó que no quería volver a casarse, y no tendrá que hacerlo si estamos unidos en matrimonio.