Y eso fue lo que pasó

«Escribí esta historia para sentirme un poco menos infeliz. Me equivoqué. No debemos buscar nunca un consuelo en la escritura». En una nota al inicio de la edición, Natalia Ginzburg nos habla de las condiciones en las que escribió “Y eso fue lo que pasó”: su cabeza estaba llena de humo y lluvia y, de algún lado, salió un disparo. Un disparo que es el inicio de esta historia que se plantea como una confesión y que termina como una certeza.

El contexto desde el que se narra coincide con el de la historia: situada a finales de los años 40, en un mundo derruido en el que todos pierden. No hay nadie verdaderamente feliz en esta breve novela: la historia de amor de los protagonistas es una convención en la que la mujer permanece atrapada, aguardando siempre la llegada del marido, complaciente, solícita; los amantes se traicionan y se buscan desde el más puro egoísmo; la mujer que quiere ser libre encuentra obstáculos y tristeza; la muerte llega demasiado temprano. Todo, narrado desde esa mujer que ha apretado el gatillo al inicio de la novela para atravesar con una bala la cabeza de su marido; y que, después, se sienta en un banco a contarnos su historia, desde que lo conociera y se convenciera de que lo quería. Tal vez nunca llegase a amarlo, pero lo quería para sí; aunque él tampoco la quisiera y le fuese infiel; aunque le leyese a otra los versos de Rilke que antes eran para ella.

La lluvia y el humo de los que nos habla Ginzburg empañan una historia que no puedes parar de leer, que te atrapa desde ese fogonazo inicial y que fluye sin pausa, hurgando en los recovecos más intrincados, en aquellos en donde se esconden las pasiones más oscuras y temibles. La protagonista no trata de justificarse, no. Solo nos narra, con tremenda calma, que eso fue lo que pasó.