Patricia Janz yacía, pálida, sobre la hierba fría y húmeda del rocío de la mañana. El sol comenzaba a salir atravesando las ojivas de la derruida abadía benedictina con sus tenues rayos de un pálido color amarillento. La luz del amanecer acarició la piel del pie desnudo, inmóvil, de Patricia, que asomaba tras una lápida oscura, ennegrecida por el tiempo. El mar del Norte estaba en calma, aunque en el cielo rosado, nubes negras a lo lejos presagiaban una posible tarde de tormenta.
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