Una historia perversa

OCTAVIO

El día en que cumplí los cuarenta años fue cuando Andrea apareció en mi vida, como si hubiera sido un regalo de la coincidencia o, tal vez, de unas manos invisibles que movían los hilos de su destino y del mío.

Nunca pretendí ser un innovador en la escultura ni en ninguna otra cosa. Me había dedicado al arte de esculpir con humildad, al menos eso creía yo sin vanagloriarme. No obstante, hacía ya unos doce años que había encontrado una técnica muy singular que lindaba con lo sagrado, y que me impuso un éxito que yo no había perseguido, un éxito que fue acrecentándose con el transcurso del tiempo. Jamás llegué a revelar a nadie esa técnica, siempre la mantuve en secreto hasta que Andrea la descubrió por azar y no supo interpretarla. Aún no había pasado un año desde que nos casáramos y ella deseó alejarse de mí para siempre. Sin embargo, yo disponía de un motivo importante y definitivo para retenerla a mi lado, aunque fuese de una manera forzada pues, al mismo tiempo, mantenía la esperanza de ganarme de nuevo su amor, incluso de que llegara a comprenderme.