No quería ir. Estaba asustado, pero temía más ser llamado cobarde de lo que temía las murallas.
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No quería ir. Estaba asustado, pero temía más ser llamado cobarde de lo que temía las murallas.
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Alfredo no me escuchaba. Era un hombre inteligente, quizás uno de los más inteligentes que he conocido, pero no entendía la batalla. No entendía que la batalla no es una cuestión de números, no es como mover piezas en un tablero de tafl, y que no es ni siquiera una cuestión de quién posee ventaja sobre el terreno, sino de pasión, locura y una furia exaltada e indomable.
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Olía a sangre y a mierda. Ésos son los olores de la batalla.
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La batalla, para la mayoría de nosotros, era una furia desenfrenada, nada inteligente, una orgía de muerte, pero Alfredo la veía como una competición de sabiduría, o quizá como un juego de tafl que requería de la astucia para ganar.
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Tenéis que luchar con simples hombres, y no hay nada tan bueno como la codicia, la venganza y el egoísmo para inspirar a los mortales.
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Echo de menos esta vida. ¡Dios, si la echo de menos! Me encantaba ser guerrero. ¡Cuánta irresponsabilidad! La disfrutaba mucho. Matar y fabricar viudas, ¡asustar a los niños! Era buenísimo, y lo echo de menos.
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Me estaba volviendo demasiado orgulloso. Las canciones que te componen, se te meten en la cabeza, y yo estaba orgulloso de mí hasta el borde de la maldad. El orgullo es algo terrible. -Es el arma de un guérrero -contesté. |
De momento, más que intentar una invasión, hacían el vikingo. Atracaban, asaltaban, violaban, quemaban, robaban y zarpaban de nuevo.
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Lo cierto es que Alfredo era demasiado débil para pelear, pero esperar más sólo lo debilitaría. Así que tenía que luchar o perder su reino. Y esta vez, sin duda, lucharía. |
Yo estaba convencido de que regresaba de nuevo al norte. Siempre al norte. De vuelta a casa.
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