En cuanto bajé del barco, dejé que los olores de Singapur se me metiesen por los poros de la piel. Cerré los ojos para retenerlos todos y permití que el sol y la suave brisa los removieran a mi alrededor. Entreabrí la boca para poder saborearlos, ya que flotaban en el ambiente. Singapur sabía a verdor y a néctar de flores, a humedad y a viento salado, a esencia de coco, a dulce de tapioca... Abrí los ojos y busqué entre la gente el origen de los olores de mi niñez.
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