Como una eterna indigente en el gran mercado de las ideas y del mundo, no tenía nada que enseñar a nadie. No tenía nada que alguien quisiera.
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Como una eterna indigente en el gran mercado de las ideas y del mundo, no tenía nada que enseñar a nadie. No tenía nada que alguien quisiera.
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[...], me abrumó la sensación de que su vida era mucho más plena que la mía, por las cosas que hacía y las distancias que recorría, mientras que yo nunca había hecho nada ni ido a ninguna parte, y nunca lo haría. Lo único que había hecho siempre era ir a visitar a mis padres, primero a uno y luego al otro, sin que hubiera visos de que eso fuera a terminar algún día. Peor aún, sabía que no tenía a nadie a quien culpar por ello, excepto a mí misma. Si mi madre me decía que no hiciera algo, yo no lo hacía. Todas las madres prohibían a sus hijos hacer cosas, pero yo era la única que obedecía.
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En el fondo, yo sabía que Whorf tenía razón. Sabía que pensaba de manera distinta en turco que en inglés, no porque el pensamiento y el lenguaje fueran lo mismo, sino porque idiomas diferentes te llevaban a pensar en cosas diferentes.
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Había ojeado a menudo el calendario preguntándome en cuál de los 366 días (contando el 29 de febrero) me moriría, pero nunca se me había ocurrido preguntarme si ya había conocido a la persona con la que me acostaría por primera vez.
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El camino es siempre hacia delante y es mucho más difícil después del final de la inocencia. Pero ya no funciona hacerse el inocente
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Gregorio Samsa es un ...