Intramuros: La novela de Ferrara

Si en adelante lograra tranquilizarse, quizá acabaría agradeciéndoselo. Quizá en el futuro podría llegar a tratarla como a la vieja amiga a la que se le consiente cualquier pregunta, la que puede dar cualquier consejo, incluso el más escabroso. Era poco, ¿verdad? Sí, por supuesto. Sin embargo, mejor eso que nada

Ay, aquella época, cuando un campanillazo igualmente sonoro quería decir que David, envuelto en su grueso abrigo azul con cuello de piel, sacudiendo los pies sobre el empedrado por una mezcla de frío y de impaciencia, la esperaba tal como habían quedado, delante de la puerta de la calle

Se ponía a hablar de religión, de historia, de economía, etcétera, dejándose llevar incluso por frecuentes y amargas consideraciones - expresadas, sin embargo, en viz baja, se entiende - a propósito de ma política anticatólica de los fascistas

A él le gustaba, era evidente, que siempre estuviera sentada allí, al otro lado de la mesa, tan tranquila, tan silenciosa, tan atenta a corresponder, hasta en su manera de hacer las cosas, a su secreto ideal femenino

Los gruesos labios sensuales, los gestos indolentes del único hombre que había conocido en toda su vida, acababan convirtiéndose en los de David, el señorito de Ferrara, judío, sí, pero perteneciente a una de las familias más ricas y distinguidas de la ciudad

Así fue como, en el verano de ese mismo año, reapareció en Vía Salibguerra para volver a vivir en el cuartucho de suelo de madera polvorienta con dos camas de hierro, una junto a otra, en la que había transcurrido su infancia, su adolescencia y su primera juventud