Me quedo aquí

Nos habíamos acostumbrado a no ser nosotros mismos. Nuestra rabia aumentaba, pero los días pasaban muy deprisa y la necesidad de sobrevivir la convertía en algo endeble, debilitado. Nuestra rabia se parecía cada vez más a la melancolía: no explotaba nunca.

«La gente con un dedo en los labios permite, día a día, que el horror avance», me había dicho Erich no sé cuántas veces.

... un paisaje que se destruye ya no puede resurgir

Una historia no perdura más que en la ceniza

Dicen que a los enfermos terminales les sucede algo parecido, y también a los condenados a muerte y a los suicidas. Antes de morir se tranquilizan, como si los hubiera alcanzado un rayo de paz que no se sabe de dónde procede pero que se apodera de ellos. Es una sensación lúcida, que no requiera palabras. No sé si esta resignación es el mayor orgullo del ser humano, su gesto más heroico, la máxima eternidad a la que se puede aspirar, o si es la confirmación de su maldad innata, en vista de que no tiene sentido dejar de rebelarse antes del final.

Yo iba de una habitación a
otra, asegurándome de que todo estuviese en orden. Sentía la necesidad de
creer que volveríamos.