Una muerte en la familia

“Sobre tu dormir profundo y sin sueños, pasan las estrellas silenciosas”

“Una muerte en la familia” es una novela verdaderamente singular. Lo es por la gran delicadeza con la que el autor explora los sentimientos que rodean a la muerte, desde la incomprensión, la protesta y el abatimiento hasta el profundo sentimiento de soledad y la final resignación llena de amor y ternura; lo es por la intensidad poética que Agee imprime al relato y la fuerza con la que logra conmovernos; y, finalmente, lo es por ser una novela editada póstumamente por su amigo David McDowell en 1957 y ganadora del Premio Pulitzer al año siguiente.

“¿Qué se puede decir? ¿Qué tipo de ayuda podemos prestar, yo o cualquier otra persona?”

Alcohólico, depresivo y autodestructivo, Agee nos abre su corazón en esta novela autobiográfica con una dolorosa sinceridad en lo que parece ser una expiación de un sentimiento de culpa por todo aquello que no sintió los días posteriores a la muerte de su padre, por lo importante y especial que se sintió en aquellos días de duelo, por su falta de coraje ante la vida y su necesidad de aceptación por parte de los otros que incluso le llevó a presumir ante los chicos del colegio de su reciente orfandad.

“Ha muerto. Murió anoche mientras yo dormía y ahora ya es por la mañana. Está muerto desde anoche y yo no lo he sabido hasta que me he despertado. Ha estado muerto toda la noche mientras yo dormía, y ahora es por la mañana y yo estoy despierto, pero él sigue muerto y seguirá muerto toda la tarde, y toda la noche, y todo mañana, y mientras yo vuelva a dormir otra vez y vuelva a despertar otra vez y vuelva a dormir otra vez, y nunca más podrá volver a casa, pero le veré una vez más antes de que se lo lleven. Ahora está muerto. Murió anoche mientras yo dormía y ya es por la mañana.”

Es también un cuestionamiento de la religiosidad, de cómo debe entenderse, de su eficacia ante el dolor. Un conflicto que en la novela se establece, no solo entre aquellos que ven la muerte accidental del padre como un mero hecho fortuito, sin significado alguno, y los que ven en ello un propósito divino, sino también con aquellos que, profesando la fe, no entienden cómo Dios pudo permitir la muerte inútil y absurda de un buen hombre. En los momentos finales de la novela, una simbólica mariposa que se posa en el ataúd durante el entierro parece conciliar las posturas en ese anhelo vital, bien de trascendencia, bien de poesía, del que nunca nos podremos desprender.

Con una gran contención e inteligencia, Agee no tiene que recurrir a dramatismos efectistas para mostrarnos escenas verdaderamente desgarradoras en las que tanta importancia tiene lo que se dice como lo que se calla y se sospecha. Los detalles, por pequeños que sean, adquieren en la prosa del autor una relevancia crucial en la imagen que nos llega de cada uno de los miembros de esta familia en esos momentos de horror devastador en los que nos convertimos en espíritus, sin apenas conciencia del cuerpo, hasta el punto de sorprendernos cuando este nos requieren atención, una atención que nos afrenta y hasta nos humilla y que, contradictoriamente, nos apremia a seguir viviendo.