La deriva de José Antonio Cotrina
No, ya no quedaba nadie vivo que nos recordara, pero seguíamos ahí, hechos de ausencia, melancolía y vacío. Todavía existíamos. Y eso lo hacía aún peor.
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La deriva de José Antonio Cotrina
No, ya no quedaba nadie vivo que nos recordara, pero seguíamos ahí, hechos de ausencia, melancolía y vacío. Todavía existíamos. Y eso lo hacía aún peor.
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El día del dragón de José Antonio Cotrina
El mundo había cambiado. El mundo contenía ahora ciudades secretas, hechiceros y pájaros parlantes en llamas.
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El día del dragón de José Antonio Cotrina
El día que encontraron el huevo de dragón fue extraño desde el principio.
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El día del dragón de José Antonio Cotrina
Ojalá encontráramos una bruja de arena. Al menos así no tendríamos hambre. -No preguntes... -¿Una bruja de arena? ¿Qué quieres decir? -Arena en inglés es sand, y bruja es witch...¡una sand-witch! ¡Un sandwich! ¿Lo pillas? -Te lo advertí. |
El día del dragón de José Antonio Cotrina
-Nosotras, nobles ratas, hemos dedicado los mejores meses de nuestra vida a Flamígero Flambeau. Y él, como pago, ¡nos ha condenado al ostracismo! -¿Al qué? -¡Al ostracismo! -¿Y eso qué es? ¿Ostras en mal estado? ¡Ostracismo! ¡Ostracismo para todos! |
La canción secreta del mundo de José Antonio Cotrina
Sus palabras traían consigo su pasado. No solo eso: traían consigo un mundo nuevo, un mundo oculto donde la magia y los monstruos eran reales.
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La canción secreta del mundo de José Antonio Cotrina
«Esto es lo que somos», dijo la otra Ariadna. «Muerte y venganza. Asesinato y estrago. Para eso nos crearon. Dispara y estaremos más cerca de volver a casa». Sintió un acceso de vértigo, una sacudida tremenda, como si alguien, de pronto, le hubiera retirado el suelo bajo los pies. Bajó la pistola y retrocedió veloz, deseosa de alejarse cuanto antes de la tentación de arrebatarle la vida a ese miserable. Sentía una tristeza desgarradora y, por primera vez, la sentía por sí misma, no por todos los que había perdido. |
La canción secreta del mundo de José Antonio Cotrina
—Marc, Marc, Marc… —Lo repetía como un mantra, como una plegaria. Aquel nombre en sus labios la salvaba de la inenarrable angustia de ser ella—. Marc, Marc, Marc… —Tuvo la estúpida ocurrencia de que si dejaba de pronunciarlo, él moriría. Que la única manera que tenía de mantenerlo con vida era afianzarlo entre sus cuerdas vocales, darle forma con su lengua y anunciarlo a la creación entera, convertir su nombre en verbo para conjugar su existencia y expulsar el horror intolerable de un mundo que no lo contuviera—. Marc, Marc, Marc… —Proclamarlo a gritos, a mordiscos, clavarlo en el aire, grabarlo en los pulmones, en las corrientes de su sexo, en los sacrosantos cimientos de la realidad—: ¡Marc! —gritó.
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¿Quién escribió la saga?