Los chicos de la Nickel

Apenas he tenido tiempo de garabatear alguna línea en el cuaderno de notas, el ritmo de la novela hacía que la mirada no pudiera escapar de la página. No porque la historia sea contada con prisa, pero sí que hay un halo que rodea a la palabra de cierta plasticidad, de una sutil suavidad que conseguía que leer fuera deslizarse, dejarse arrastrar por una blanda corriente de energía y desazón.

El argumento del libro no creo que sea nada novedoso en sí, de hecho me recuerda a una película que vi cuando era pequeña, Sleepers, que me impactó por su dureza y por cierta morbosidad que también he visto reflejada en esta novela. Como lectora, me sentía sedienta de curiosidad, de ser ese ojo que está apuntando a donde no debería.

La novela cuenta la historia de Elwood, un chico negro en una sociedad de blanca intolerancia, sumisión y violencia. Elwood es una estela de bondad e inocencia, una víctima de las circunstancias que termina encontrando un castigo inmerecido a un agravio que nunca cometió.

La Nickel no es un reformatorio, dicen, sino una escuela, un estandarte de la segregación racial empuñado con orgullo por el estado de Florida, donde el que entra ya viene machacado de fuera y, si consigue salir, no renunciará nunca a esa pátina de dolor; a esa marca que, en cuerpo y alma, le recordará que el mundo libre no existe para él.

No creo tener el suficiente criterio para poder considerar si es merecido el Premio Pullitzer, pero sí que es cierto que la historia se me ha quedado corta, he echado en falta más páginas, poder conocer aún más de cerca ese sórdido recoveco del mundo. Pese a reconocer que he devorado el libro en apenas dos días y que el giro final es bastante convincente, tengo la sensación de que el libro ha pasado sobre mí como un vendaval y apenas ha rozado la superficie de mi cáscara, bastante fácil de resquebrajar si la palabra es suficientemente profunda.


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