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Crítica de Inquilinas_Netherfield


Inquilinas_Netherfield
16 December 2017
Edith Wharton es de esas autoras que poco a poco, hay que ir leyendo y conociendo toda su obra. A Wharton no hay que acercarse solamente por su excelentes tramas, por la complejidad de sus personajes o por el costumbrismo sobre el que asienta casi toda su bibliografía, sino porque, simple y llanamente, escribía maravillosamente bien. Leer a esta señora es un lujazo, y es una pena que siempre haya estado a la sombra de algunos de sus coetáneos. Y quien dice algunos, dice uno en concreto: Henry James. Ambos eran grandes amigos, coincidieron en una época de grandes cambios sociales que luego se vieron plasmados en sus obras, pero James, para disgusto de sus muchos detractores, siempre ha sido objeto de mayor gloria literaria.

¿Por qué saco a colación a James? Porque esta nouvelle me ha parecido jamesiana hasta la médula. Y no solo porque lo ponga en la sinopsis, obviamente, es que es verdad. Leyéndola me venía constantemente a la cabeza, por ejemplo, otra nouvelle de la última etapa de James, Julia Bride, que también trata sobre la reputación de las mujeres a principios del siglo XX, aunque desde otra perspectiva. Aun así, la cadencia pausada y descriptiva, la dicotomía americano-europea tan presente en la obra de Henry James, incluso el aire de la historia en sí misma, como digo, son totalmente jamesianos. Pero que no se me asusten los que huyen de la prosa de este autor: a diferencia de él, Edith Wharton no parece empeñada en ahuyentar a sus lectores, y su prosa, lejos de ser retorcida y enroscarse sobre sí misma (ejemplo de esto sería la propia Julia Bride), se lee con gusto y sin atragantamientos. Es más, se lee con fruición.

La historia nos traslada a París a principios del siglo XX, donde el neoyorquino John Durham se ha enamorado de una amiga de la infancia, Fanny Frisbee, con quien desea casarse. Pero Fanny, ahora madame de Malrive, se ha separado de su marido, y está en una especie de limbo. No puede volver a casarse si no se divorcia, y la familia de su esposo ni se plantea el divorcio porque no está bien visto socialmente... y aun en el supuesto caso de que se lo concediesen, Fanny perdería a su hijo, quien pasaria a vivir con el padre recibiendo una educación que ella no quiere, y ella misma se vería expuesta a un escándalo ante la burguesía parisina, de la que quedaría desterrada.

Todo pasa por convencer a su familia política (puritana, estricta, rígida... hipócrita) para que le conceda el divorcio permitiéndole además quedarse con la custodia de su hijo. Aquí es donde entra en acción madame de Treymes, cuñada de Fanny y aliada favorable a su causa... o no... o sí. O no. Menudo personaje la Treymes. Porque la misión de John es convertirla en su topo dentro de la familia, pero muy pronto nos daremos cuenta de que su inocencia, rectitud y honradez van a chocar de frente con la taimada y manipuladora mentalidad de una alta sociedad francesa que mira por encima del hombro a los americanos... y que los subestima.

Os parecerá que he contado mucho pero no. Tened en cuenta que es una nouvelle y que consta de unas cien páginas de longitud, por lo que nos metemos en materia muy pronto. Como siempre digo, me maravilla la facilidad que tienen algunos autores para contarte en apenas unos cuantos capítulos una historia que da para un libro con el doble o el triple de páginas. Sin fisuras, y con una trama completamente armada. Y además Wharton lo hace como solo ella sabe hacerlo, con descripciones precisas, intimistas y evocadoras, mucha ironía y retazos de sentido del humor, diálogos soberbios y unos personajes ambiguos concentrados a la máxima potencia en jugar su papel dentro de la historia para dejarte su esencia en la cabeza cuando cierras el libro.

Nos recuerda la traductora en su prefacio que Wharton está considerada la historiadora social más perspicaz de la literatura norteamericana (a lo que solo puedo decir amén), y a eso hay que añadir que el tema que trata en esta nouvelle, tan presente en buena parte de su obra, tiene tintes autobiográficos. Ella misma fue una mujer divorciada que tuvo que pasar por el penoso proceso de volver a sumergirse y ser aceptada en una sociedad burguesa rígida y estrecha de miras, lo que la convierte en una artista de primera fila que, a base de ironía y cortinas a medio abrir, pinta en Madame de Treymes un fresco realista sobre la situación de las mujeres divorciadas y con cierto estatus social a principios del siglo XX.

Pero es que además, tal y como le pasaba a James, amaba y odiaba a Europa a partes iguales, y esos encontronazos entre americanos y franceses, que se buscan para lo que les conviene y se rechazan para todo lo demás, son una constante en la historia. de hecho la base sobre la que levanta la trama es precisamente la percepción que madame de Treymes tiene sobre el carácter norteamericano, el cual pretende utilizar sin saber juzgarlo por ser tan distinto al suyo. No prevé las consecuencias ni las reacciones de quien tan alejado está de ella moralmente, y esto da lugar no solo al embrollo sobre el que gira la trama, sino a las mejores escenas del libro. Aun así, los americanos también se llevan su ración de crítica, no creáis. Wharton tenía para todos.

Las conversaciones entre el neoyorquino Durham y la sofisticada madame de Treymes son maravillosas. Son como duelos en los que a base de palabras y miradas escrutadoras como bisturíes, ella siempre sale ganando. Lees lo que dicen, e intentas adivinar lo que no porque sabes que también está ahí si rascas un poco. Nuestra susodicha madame esconde tantas capas que intentas ver a través de ellas en las palabras que no están escritas para saber a qué atenerte. Inmersa en su propio juego, astuta, se hace la dueña absoluta de la historia, aunque la autora de vez en cuando te recuerde que es de su cuñada, madame de Malrive, de quien tendrías que preocuparte. Pero te da igual. Treymes es quien maneja la trama y al resto de protagonistas y lo que quieres es que aparezca y haga de las suyas.

No quiero decir nada más, salvo que el final que esperéis no es el que encontraréis. Nada de resoluciones fáciles ni anticipatorias. Madame de Treymes y John Durham mantienen su pulso hasta la ultimísima página, y Wharton, como James, no era una autora de finales cómodos para sus personajes. le gustaba llevarlos hasta las últimas consecuencias, y dejarlos ahí, al cerrar las páginas, rumiando sus faltas, llorando sus penas, lanzándose hacia un futuro incierto. Un final magnífico, intrigante y turbio.

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