Otaberra

Me suelo hacer preguntas sobre el tiempo, como casi todo ser humano. Cuando estoy viviendo experiencias que disfruto me digo a mí misma «un día esto será el pasado». Cuando surge un evento lejano pienso «en un tiempo quedará muy poco para que suceda». Estos pensamientos son, por supuesto, una mota de polvo. Pulsiones de muerte. Porque si quisiese hablar de tiempo (de Tiempo) hablaría de preguntas un poco más tétricas. ¿Qué efecto a largo plazo habrán tenido mis acciones en aquel que me ha rodeado en algún momento? ¿Cómo percibirán los demás acciones o sucesos en los que he estado implicada? ¿Qué recordará de mí la gente cuando me muera?

Si estoy hablando de esto es porque es el poso que se me ha quedado tras leer «Otaberra». A mí como maníaca del tiempo. Una movida. 

Es una lectura extrañísima que te invita a sacar tus propias conclusiones, que te da los ingredientes y no la receta. Que destroza las estructuras para que te hagas tu propio castillo de Lego. Es confusa a propósito, experimental, cruda y directa. La pluma de Elisa Victoria es siempre así. Y es que qué bien capta los grises de las relaciones humanas y qué poco duda en meter el dedo en la llaga.

Esta es una historia sencilla, pero lo que importa es cómo está contada. Los puntos que toca. Los cambios de narrador, las historias entremezcladas, los recursos. Elisa Victoria ha hecho lo que le ha dado la gana y yo la apoyo.

No es una lectura fácil, y aunque me ha gustado se me ha comido un poquito. Creo que lo hubiese disfrutado muchísimo más en una época en la que mi cerebro estuviera más dispuesto. Quiero releerlo cuando no tenga la cabeza en ebullición porque tiene TANTAS cosas que me han dejado del revés que necesito comprobar si lo de quedarme un poco templada al final (que no fría del todo) ha venido del momento o de mí como persona. Ahí queda la incógnita.