¿Cómo iba yo a saber que la acumulación de esos “mañana” que ni siquiera distinguía, y que sin notarlo ya eran “hoy” y “ayer”, harían pasar no sólo el tiempo, sino mi tiempo, el único mío?
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¿Cómo iba yo a saber que la acumulación de esos “mañana” que ni siquiera distinguía, y que sin notarlo ya eran “hoy” y “ayer”, harían pasar no sólo el tiempo, sino mi tiempo, el único mío?
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Porque es verdad que no he triunfado en nada, que no he sido nunca un hombre importante ni he gozado de prosperidad; que no he cometido ningún acto heroico ni he sido citado jamás en ningún periódico, ni para bien ni para mal; que nadie se fijaría en mí para desempeñar un puesto de más alta responsabilidad ni para una representación política; que tampoco a nadie se le ocurriría proponer tomara yo parte en un acto delictuoso o por lo menos que lo encubriera. En fin, mi nombre no podría subrayarse nunca. Está destinado a figurar solamente, con tranquilizadora periodicidad, en una nómina de empleados.
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En este momento comprendo perfectamente que una persona obsesionada por la necesidad de hacer algo determinado, y presa en las obligaciones de un empleo, de una familia, abandone todo para siempre. ¡Estoy tan harto, tan cansado de esta vida estúpida! No tengo tiempo ni calma para hacer nada distinto. Me vuelvo loco entre tantos días exactos, cortados como por un molde. Siento como si me arrancaran un pedazo de mí mismo cada vez que Rafael Acosta, que tiene sobre su escritorio un calendario de hojas movibles, desprende la correspondiente a la fecha. Un día más de trabajo; un día menos de vida. Mejor. A veces me dan ganas de morirme para no ver a mi compañero arrancar la hoja del calendario. Después pienso que aunque yo no lo vea, el acto se repetirá un día y otro y otro y que lo importante no soy yo, sino el acto mismo y el hecho de que exista siempre un hombre prisionero que lo ejecuta.
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¿Podría ver en él todo lo que no digo y todo el dolor que me causa el no poder decirlo? Está vacío, lo sé muy bien, no dice nada. Pero yo sé, yo únicamente, que ese vacío está lleno de mí mismo. Esto no lo puedo explicar en otra forma y es imposible exigir o esperar que alguien escuche lo que no he podido decir nunca, a pesar de mis esfuerzos.
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No sé, no sé nada ya. Estoy terriblemente cansado. Lo mejor es abandonarlo, olvidarlo todo.
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¿Por qué, si a pesar de todo insisto en llenar páginas, no hago un esfuerzo por escribir un relato ameno, intrascendente, que guste a los que como yo, hartos del trabajo, hartos de vivir siempre igual, buscamos esos libros sencillos, ligeros, que nos ayudan a olvidarnos de todas nuestras preocupaciones?
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He llenado páginas y páginas sólo para decir que mi mundo es reducido, plano y gris; que jamás me ha ocurrido nada importante; que mi mediocridad es evidente y total. Y todo esto, ya en conjunto, únicamente para explicar por qué no puedo escribir algo que interese a todos.
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Me sentía en culpa, tenía remordimientos y pensaba en los hombres y en su gran soledad. Pensaba que llegamos al mundo solos, terriblemente solos. Pensaba en que si un hombre y una mujer que se aman y se acercan, no sienten que ese instante puede provocar nada menos que un ser, y no pueden acompañar a ese ser ni siquiera con una ráfaga de conciencia, ni de amor, ni de júbilo, ni de ternura, ni de terror, ni de piedad, quiere decir que el hombre nace solo. Y que, igual que nace, permanece y muere solo.
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He visto los árboles en invierno, la época del rigor: troncos escuetos, desnudos, silenciosos. Los he visto en primavera, cubiertos de follaje, rumorosos, llenos de frutos. Pero todo esto, el follaje, el rumor y los frutos, es lo que cae, lo nuevo cada vez, lo inexperto. La real existencia del árbol, su continuidad y sustento, están en el tronco invariable.
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me parece que el hueco que cada hombre deja al morir no puede ser llenado, jamás, por nadie, por ningún otro hombre. Precisamente por eso, la muerte permanece en la vida como una aterradora oquedad.
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Como agua para chocolate