Qué blanca más bonita soy

Desde la mirada de una niña de 12 años, con una voz narrativa corrosiva por su casi aséptica, cruda o directamente impasible manera de describir escenarios, personas, sentimientos y situaciones, Dolf Verroen, escritor holandés de literatura infantil, logra en "Qué blanca más bonita soy" (Lóguez, 2017) sacudir el territorio tranquilo de un lector desprevenido: ya desde el título y la ilustración de la tapa se prefigura y anticipa el gesto de provocación. Y es que, en la autoafirmación taxativa sobre la blancura identitaria de ese rostro niño ilustrado, que retiene en la pupila negra la figura de la otredad repelida, pareciera sugerirse ya la delimitación de territorios, la instauración del poder y de sentidos segregados sobre el mundo y quienes están autorizados, o no, a habitar en él con libertad.

Los cuarenta capítulos breves de esta novela corta, escrita en versos narrativos, marcan en ritmo ágil los acontecimientos que Maria relata, a modo de diario íntimo, mientras avanza en esa suerte de inspección antropológica, pero también prejuiciosa e inclemente, de su entorno, su propia familia, sus costumbres y el universo de los esclavos, “asimilados”, como una cosa más que se tiene o se deja, en las tareas diarias y en las necesidades impostergables de una clase social y económica acostumbrada a la pantomima de la dominación y el despojo del otro.

El libro logra incomodar en virtud de la perspectiva desde la cual se elige narrar. Se produce una ruptura en relación con la representación cristalizada de la infancia como portadora de inocencia o de sensibilidad, cuando lo que leemos es la reproducción de la indiferencia y el maltrato aprendidos en la figura de una niña forzosamente desangelada. La insensibilidad y el desapego que se respiran en la atmósfera de la lectura dialogan en contrapunto, y casi cínicamente, con la simulación de una realidad pretendidamente perfecta en lo superficial.

Lo convocante y provocador de la obra de Verroen es que las peripecias descriptas, la postal reiterada de una cotidianidad no cuestionada, escenifican discursivamente, y como efecto rebote en el lector o la lectora, la violencia que se produce y replica en un ambiente de adultos y niños en tensión permanente. Y el distanciamiento se genera desde la espesura y la densidad de una escritura directa, sin rodeos, casi automatizada, que no deja fisuras para habilitar la reflexión por parte de la protagonista, porque aun la posibilidad de pensar, de detenerse o retroceder, de arrepentirse, y hasta de llorar, se encuentra silenciada y vedada por la imperiosa necesidad de sostener el engranaje alienante, pero efectivo en sus propósitos, de esa sociedad representada.