El rencor —le decía— era como un metal que se oxida, que carcome la pureza. El rencor podía convertirse en odio, y el odio es ese agujero negro donde ni un atisbo de luz puede escapar.
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El rencor —le decía— era como un metal que se oxida, que carcome la pureza. El rencor podía convertirse en odio, y el odio es ese agujero negro donde ni un atisbo de luz puede escapar.
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Éramos como inquilinos conviviendo bajo el mismo techo y en el mismo colchón, casi desconocidos el uno para el otro.
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Puestos a buscarle un adjetivo, sin duda habría sido el de «perfecto». Era un día que invitaba al optimismo, a la esperanza. A un nuevo inicio. A una nueva etapa.
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Hay veces en que la razón puede más que el corazón y, en el caso de Sarah, su lógica y razón pesaron más que los sentimientos.
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Viéndolo en vivo y en directo, si sus gestos mentían igual que su boca, o era un artista del engaño interpretando la actuación de su vida o estaba siendo sincero.
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Debo confesar que conozco esa sensación, y sé lo que es. Lo he vivido y lo he sentido. Se llama conciencia. Es ese ser interior que permanece latente, o incluso dormido, pero que llegado el momento —y según las circunstancias o nuestros actos— se despierta para decirnos que la hemos pifiado.
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Y solo hacía falta una excusa, una pequeña chispa que encendiera la mecha del odio latente, el que surge de creerse mejor que los demás.
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Le parecía surrealista; abstracto como un cuadro de Dalí, donde arriba es abajo y abajo no es sino un reloj blando y derretido como su sentido de la cordura.
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Ella lo había amado, y él la amaría para siempre. Y con cinco letras formadas con unas pocas hojas se lo había anunciado sin ambages.
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No quiero que me veas postrada en una cama sin poder moverme. Tienes que prometerme que me ayudarás.
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10 negritos