En marcha a las afueras de Riga, ningún motor, ningún relincho de caballo y ningún deseo lo absolvieron de ver o de oír los cientos dd aves decarroña que revoloteaban alegres sobre un festín más allá del camino. Y nada, ni las heces que los caballos dejaban al andar ni el humo de los vehículos motorizados lo salvaron de percibir que los miles de pinos que bordeaban el bosque no podían disimular el poderoso e inconfundible olor a muerte. El viento, silbando entre los árboles, le hizo creer que se trataba del lamento de todas las almas que habían marchado escoltadas hacia su fin por armas alemanas.