La niña de Rusia

Para que cuando haya que pasar página, la tengamos bien aprendida y no contenga faltas de ortografía en el hermoso cuaderno de la libertad y de la historia.

A los dieciséis años, el miedo pasa de largo ante la insolencia del arrojó.

Noches avisas de oscura claridad, iluminadas por el fuego irreal y macabro. Noches y días de blanca desesperanza y negro silencio.

Las voluntarias del Socorro Rojo, de blanco inmaculado, abocaron en ellos toda su dulzura. Con suavidad infinita, rasgaron las costuras maternales cosidas con el hilo de sus entrañas. Subieron a los vagones y giraron el rostro hacia su pasado diminuto. Algunos lo guardarían en su corazón a buen recaudo, otros, traicionados por la vulnerabilidad infantil, solo conservarían el envoltorio de lo que un día fue su vida en España. Pero todos partían con una herida sangrante que iba a supurar de por vida.

Lágrimas que anegaron las costas de un país llamado exilio.

Los muertos piden tierra, pero a veces esta es tan dura como las ganas de aferrarse a la vida.

Transcurrieron treinta minutos, o treinta horas, qué más da. El tiempo en la guerra es deforme y elástico, aunque nunca breve.

Guernica se desmorona como un azucarillo bajo la lluvia.

A partir de ese día, el mundo se les acabaría muchas veces y, tras cada apocalipsis, un nuevo génesis cada vez más escuálido.

Se despidieron con lágrimas que anhelaban el pasado.