Elogio del olvido

Los que insisten en la centralidad del perdón tienen razón hasta cierto punto. Pero el perdón no es suficiente porque no puede sustraerse de su propia contingencia. «Yo no hablo de venganzas ni perdones —escribió Borges—, el olvido es la única venganza y el único perdón». Quizá exageró. Aun así, sin la opción al menos del olvido, seríamos monstruos heridos, que no dan ni reciben perdón… y, suponiendo que hayamos prestado atención, seríamos inconsolables.
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También es vital tener plenamente en cuenta el grado en que, como ha señalado Wieseltier, «la memoria se ha convertido en nuestro misticismo, tanto es así que confiere la generación de autenticidad. Sería demasiado severo calificarla de engaño, pero sin duda es una especie de truco». Y en ello radica el problema. Wieseltier tiene razón al añadir que «el efecto [del truco] se evapora bajo el sol de la historia crítica».
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En Ruanda, tras el genocidio, un periodista le preguntó a un Père Blanc que lo había presenciado si aquello le había hecho perder la fe en Dios. La inmediata respuesta del misionero fue explicar con gran convicción que no había sido así. Luego, sin embargo, tras una breve pausa, añadió que había destruido para siempre su fe en los seres humanos. «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», escribió Karl Kraus.
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La paradoja es que, si bien lo que Pierre Nora llama con acierto la industria de la memoria se ha desarrollado hasta tal punto que ha comenzado a parecer una demostración de la segunda ley de la termodinámica, con el ansia y la búsqueda de recuerdos dispersándose paulatinamente, en casi todos los países desarrollados los estudiantes saben cada vez menos de política contemporánea, geografía del mundo o historia. Y la poca historia que saben no es propiamente historia, sino rememoración.
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Cuando sea posible ha de permitirse que las sociedades recuerden, siempre que, por supuesto […] el recuerdo no engendre nuevos horrores. En cambio, cuando no sea posible, tal vez llegue el momento de, parafraseando el lema del movimiento contra la guerra de Vietnam de finales de los años sesenta, darle al olvido una oportunidad, que es otra manera de decir que es hora de darle a la política una oportunidad y al idealismo, un descanso.
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La realidad, por desagradable que sea, es que la rememoración colectiva no siempre ha sido un estímulo beneficioso para la paz y la reconciliación, como tampoco la falta de recuerdo o, más precisamente, recordar «adecuadamente», empleando el término de Blustein, y la injusticia que haya sufrido un grupo particular no siempre es nociva para sus sociedades.
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Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994.
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Insisto, es razonable esperar que la gente se conmueva con un acto de rememoración colectiva. Y a menudo, aunque no siempre, es correcto reiterar que tiene el deber moral de recordar. No obstante, dichos actos se convierten en kitsch cuando la gente usa el hecho de conmoverse como motivo para considerarse superior.
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Y argumentó [Tony Judt] que «cuando saqueamos el pasado en busca de provecho político —seleccionando las partes que pueden servir a nuestros propósitos o recurriendo a la historia para dar lecciones morales oportunistas — lo que conseguimos es mala moral y mala historia». A lo que habría que añadir: también conseguimos kitsch.
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Todorov ha sido muy firme en este aspecto, y señala que «el sendero entre la sacralización y la banalización del pasado, entre servir los propios intereses e impartir lecciones morales a los otros, puede parecer estrecho», para luego añadir, haciéndose eco del eppur si muove de Galileo: «Y, sin embargo, está presente».
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