Vuelvo a mis notas. Abro el documento y mis manos transpiran. Todo es basura. Basura. Basura. Es una vergüenza. Notas complementarias fallidas. Que va a llevarme siglos rectificar. Mi cabeza, mis brazos, mis piernas se aflojan, se desovillan. Voy pasando rápido las ochenta páginas. Párrafos apretados, con poco aire. Frases paralíticas, de huesos cortados a serrucho. Abortadas. Leo sin leer, y cuando llego a la última hoja, muerdo la carne del labio, hinco los dientes y los dejo ahí, presionando, rompiendo el herpes que asoma. Es porque me falta voluntad y disciplina que fracaso. Borro el documento, las ochenta hojas. Y por las dudas, también la copia en la papelera de reciclaje. Mi cara se hunde en un pozo. La tarea es simplemente interminable. No tiene fin. No hay fin para este trabajo. Me paro, camino hasta el baño, tomo agua de la canilla y con toda mi fuerza estrello el pie contra el marco. Me inmovilizo. Inhalo. Calculo y vuelvo a estrellarlo. Siento un crujido y una oleada caliente, una alarma ilimitada, algo que se suelta y sube y rodea el pie y la pierna, sube hasta la ingle, la cara y los ojos, y después se expande y me envuelve completa, abraza mi cuerpo, abrigándolo (116).
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