Cuesta mucho convertirse en escritora. Están las querencias personales —mucho más comunes de lo que solemos admitir—, las circunstancias, el tiempo, el desarrollo del oficio, y más allá de todo eso, la convicción de que tenemos algo importante que decir, y tenemos derecho a decirlo. Está la voluntad, el almacén infinito de creencias sobre lo que podemos alcanzar, a lo que podemos aferrarnos para forjar una comprensión propia de la vida. Todo ello resulta difícil para cualquier hombre no nacido en un medio —léase clase social— capaz de brindarle toda esa confianza, y casi imposible para una chica, una mujer.