Pueden pasar meses sin que surja la necesidad de tener que bajar al trastero, sea para amontonar de cualquier modo trastos que nos estorban en casa, sea para buscar algo que de pronto nos resulta urgente y no damos con ello en los sitios habituales (un destornillador de estrías, una broca, una carpeta con facturas), sea, en fin, para presumir de un viejo disco de vinilo, para comprobar un dato en un viejo libro de texto de bachillerato o en la enciclopedia que nos regaló el banco por una imposición a plazo o para ver si aún quedan azulejos como los que se están cayendo en la cocina: imprevistos nunca faltan. Y fue precisamente removiendo cajas y sobrenadando el desorden de desechos domésticos (un espejo descascarillado, un paragüero, una persiana, un triciclo, una sombrilla de playa) como reparé en mi antigua Pluma 22, la máquina de escribir con que tecleé durante años desvaríos y ocurrencias, con que trabajé de mecanógrafo a destajo, con que rendí sumiso vasallaje adolescente.