No nos andemos por las ramas: amemos a quienes nos aman o están dispuestos a hacerlo. No malgastemos nuestras pocas fuerzas en convencer. No creamos en nuestros méritos. Aceptemos con diligencia el insólito favor que se nos concede.
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No nos andemos por las ramas: amemos a quienes nos aman o están dispuestos a hacerlo. No malgastemos nuestras pocas fuerzas en convencer. No creamos en nuestros méritos. Aceptemos con diligencia el insólito favor que se nos concede.
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Admiro la paciencia de los animales. En cuanto comprenden que no tienen alternativa, se pliegan a la ley de los elementos o del hombre, que para ellos es la misma. Aguardan. Pero ese tiempo de espera no es tiempo perdido, como en nuestro caso, que agotamos nuestras fuerzas conjeturando un porvenir que se nos escapa.
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Estamos impacientes por ser libres y no sabemos qué hacer con nuestra libertad. A menudo decía: «¡Qué cómoda sería la vida si ya no tuviera perro!». Y, mientras lo decía, preveía la pena que me daría no tenerlo.
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Le cogemos cariño a alguien tanto por las preocupaciones que nos ocasiona como por las alegrías que nos da. Si su cuidado depende por completo de nosotros, esa responsabilidad se nos vuelve sagrada, como sagrado es un lugar cuya vigilancia recae enteramente en nosotros, porque su ocupante está a merced de todos, y también a la nuestra.
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Iba a echarlo de menos, en efecto. ¿Sabría él hasta qué punto lo necesitaba? No sólo su presencia continua, su compañía en mis paseos y nuestras comidas, sino también (lo cual es más singular, ¿verdad?) los momentos en que nos hallábamos lejos el uno del otro.
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¿En que año nació Marcel Proust?