[...] la felicidad de toda una humanidad no justificaría el dolor de un solo ser.
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[...] la felicidad de toda una humanidad no justificaría el dolor de un solo ser.
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Michelstaedter explica que queremos estar permanentemente ocupados con el futuro porque necesitamos huir de nosotros mismos, del presente.
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[...] somos el saldo arrojado por el suicidio de Dios, quien ni siquiera, aun contando con la omnipotencia, logró soportar el puro Ser.
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Nos encontramos fatalmente heridos por la doble cara del no-ser: por nuestra conciencia cierta de la muerte (y por tanto, por el miedo que nos inspira el fin de nuestro fenómeno individual), pero, a la vez, encontramos consuelo en virtud de una oscura tendencia hacia el no-ser.
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El suicida es el apátrida por excelencia, quien no solo ha decidido salir de la vida, sino quien, una vez muerto, es expulsado para siempre de ella y de sus dominios.
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Es decir, la lógica de la vida nos es dada de antemano, pero ¿hay que vivir?
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¿Pueden nuestras ilusiones y esperanzas -aquello que nos invita a perseverar en la existencia- convertirse en el motivo que nos empuje a no querer vivir? ¿Cómo transita aquel deseo de vida hacia un apremiante deseo de muerte?
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El alma del melancólico se atormenta así por la falta de sentido, por la carencia de un afuera al que hacer referencia y al que poder acudir en busca no ya de consuelo, sino de salida de un yo trastornado, anquilosado en el sí mismo. La vaciedad se apodera del interior. La perdición o la salvación carecen de significado. Nada, en absoluto, resulta motivo suficiente para aquietar el ánimo, y entonces aparecen los quebrantos físicos, la somatización que acompaña, como desagradable compañero de viaje, a los síntomas melancólicos.
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El individuo melancólico se caracteriza por una exacerbada conciencia de la realidad, que se le antoja como un permanente fracaso: un exceso de sensibilidad que ya Séneca describió como un "mal que nos roe" y que se adueña de nuestro fuero interno. "Nos encontramos sin fuerzas para soportar nada, incapaces de sufrir el dolor, impotentes para gozar el placer, impacientes de todo. Cuántas gentes llaman a la muerte -prosigue Séneca-, cuando, después de haber ensayado todos los cambios, se encuentran con que vuelven a las mismas sensaciones, sin poder experimentar ninguna nueva".
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No hay nada concreto con que podamos identificar la muerte, pues al no tener experiencia de ella no podemos saber lo que es. Es una amenaza omniabarcante porque acecha desde todos los ángulos.
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Son considerados los padres de la filosofía occidental: