 |
Hace tiempo que desconfío visceralmente de los autores contemporáneos que gozan de una gran aceptación en un espectro grande de lectores. Llámenme esnob, pero la experiencia es la madre de la desconfianza y ya no estoy para desperdiciar tiempo y dinero por una remota posibilidad de encontrar alguna joyita habiendo tanta joya confirmada tras el paso del tiempo. Dicho esto, hay veces que la presión social me puede. Este es el caso de esta autora y de este el libro. Pues bien, no es que perdiera tiempo (me lo leí en nada) ni dinero (lo compré de segunda mano muy barato), pero tampoco me habría perdido ninguna joya. La experiencia ha sido como si, tras numerosos estudios geológicos favorables, decidiera por fin excavar una mina con la que siempre me había mostrado reticente. Cada una de las exploraciones a sus galerías llamaban a la esperanza para terminar de forma frustrante: la mayoría de las extracciones resultó ser ganga y no pude encontrar la mena que hiciera rentable la empresa, si bien hallé alguna veta prometedora (El algibe, Dónde estás corazón —sin duda, el mejor de todos— y Carne)… nada más. A un cuento no debe faltarle ni sobrarle nada, debe ser redondo, como un globo perfecto. Mi impresión es que Enriquez infla el globo con un gas potente que inmediatamente inicia un prometedor ascenso que augura un vuelo audaz y vistoso (El carrito, Rambla triste, El mirador, Chicos que vuelven) que al final no se produce: el globo sufre un pinchazo abrupto y cae hecho un guiñapo. A pesar de todo, algo he encontrado en estos relatos que me inclina a no descartar del todo a la autora (me gusta como escribe, sus diálogos, la sencillez con la que va hilando historias que no son nada sencillas, sus propuestas, aunque después no cierren bien), y como ya tengo en casa “Las cosas que perdimos en el fuego” (también de segunda mano y muy barato) creo que haré una segunda prospección. Ya les contaré. |
>
