Historia de dos ciudades

De aquellos gloriosos novelistas de los que devoraba sus obras con avidez en mi primerísima juventud, rastrillando y rapiñando las muy modestas estanterías de mi amplia familia en aquellos tiempos del tardofranquismo, Dickens es uno de los pocos (junto con Stevenson, Twain, tal vez alguno más) que mantiene su fascinación para mí, de los que no me causan sonrojo ni enojo ni tedio alguno, a pesar de lo que he ido ganando, a pesar de lo que he perdido.

Dickens es El Novelista (no estoy solo aquí: que baje Irving san y lo vea), el Maestro de las ficciones, y esta ¿es una de sus obras más sobresalientes?, ¿su única incursión en la "novela histórica"? (mi memoria ya no es lo que era: pido auxilio a mi maestra @teconlibros, gracias a cuyo #téconDickens disfruté aún más de esta lectura).

Ya desde su título y su justamente glorioso e inolvidable comienzo notamos su estructura dialéctica: su agonía entre lo que es justo y el exceso, el aviso de cómo se pierde la lucha necesaria y se torna atrocidad: mucho valoro yo que Don Carlos sea siempre tan prístinamente comprometido, tan campeón de la denuncia. Tenemos además una trama trepidante que nos mantiene prendidos, una madame Defarge como tricoteuse que (¡aviso!) se quedará contigo para siempre, el oficio espeluznante de Jerry Cruncher, contar hasta doce y ¡Chist! y más, mucho más. ¿Personajes hiperbólicos, situaciones hiperdramáticas, sentimientos a flor de piel? sí, claro, pero también la impresionante sutileza de "el hilo de oro" oyendo los ecos en el paraíso de Soho Square, Lorry y el tabernero cubriéndose el rostro, Carton y la jornalera en !a carreta, la cabeza de Medusa en el château, el fuego siniestro en lugar de la llama báquica, el puente de luz entre nosotros y el sol mientras el Sena centellea a nuestros pies. Tantos y tantos pasajes como diamantes que brillan perdurables en medio del ¿trazo grueso? de este ¡bendito! popular