Esta fue la novela con la que me reencontré, ya muchos años atrás, con este Gigante de la novela después de una (feliz) saturación en mis años mozos. El deleite y el asombro seguían ahí, y redoblados en esta obra de madurez, de plenitud de su genio, ácida y melancólica hasta ese final en tono menor. Retorno a ella gozoso en nuestro grupo de clásicos, tras haber disfrutado de alguna relectura más en el magnífico téconDickens; y vuelve la misma dichosa sensación de visitar a un viejo amigo. Sin abandonar la ácida crítica a la injusticia social, ni a lo desnortada que es la misma institución de la Justicia, aquí se muestra en sus demoledores efectos la insania de la hipocresía y la fatuidad, lo mucho que perdemos si tomamos por guía la ambición infundada o perdemos la base de lo que somos en aras de la aceptación de los demás. Hay algún personaje paternal y enriquecedor (por encima de todos el bueno de Joe), alguno sobre el que pivotan los cambios y que harán que despierte la súbita revelación, la compasión y redención del protagonista, una musa presente en las nieblas y los atardeceres... y Pip, el inolvidable y exasperante Pip. Con la divina gracia en combinar la agilidad con lo minucioso, en escribir escenas fluidas y aladas en todo momento, hasta en esas tan deudoras de su tiempo y de su sentido del humor, Dickens nos construye con su habitual maestría (y más "contenido" que en otras ocasiones, y con una curiosa plétora de metáforas extraídas de la navegación), una historia en la que toda persona y toda acción van encadenando el ritmo y contenido mientras viajamos de esos sombríos y húmedos marjales a la desquiciante capital, mientras leemos pasmosos y alborozados. |