Es hora de aceptar que somos la generación que ha de salvar el planeta del cambio climático y a sus habitantes de la inanición. La pobreza y el clima son polvo que los gobiernos esconden bajo la alfombra. Ha llegado el momento de barrerlos.
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Es hora de aceptar que somos la generación que ha de salvar el planeta del cambio climático y a sus habitantes de la inanición. La pobreza y el clima son polvo que los gobiernos esconden bajo la alfombra. Ha llegado el momento de barrerlos.
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Afirmaba Eduardo Galeano que la utopía sirve para caminar. Pero quizá hemos sobredimensionado el término utopía. Una necesidad no puede ser una utopía. La alimentación de la población planetaria no puede ser una utopía. La humanización de la sociedad no puede ser una utopía. La vida no puede ser una utopía. ¿Acaso hay en el mundo algo más importante que la vida? Sin ella el planeta sería un astro más. Vacío como Saturno. Oscuro como Urano. Un enorme solar despoblado por la acción del hambre; la acción del hombre.
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Que el hambre jamás aparezca entre las preocupaciones que tienen los ciudadanos en las encuestas sociales que las agencias de estadística llevan a cabo, coloca en perspectiva el problema con respecto a los seres humanos. El hambre no le importa a nadie. Porque es ajeno y lejano. Porque es de otros. De los pobres. Y, claro, lo sentimos por ellos, pero en realidad no vamos a levantarnos del sofá y dejar la película que estamos viendo para acudir corriendo a ayudarles.
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Porque, si aplicamos políticas de mercado en lugares donde los únicos mercados son los que los oriundos construyen con sus carros en plazas sin asfaltar, en vez de generar desarrollo estaremos generando subdesarrollo. No puedes conceder créditos a una población que no posee activo alguno.
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Pero si reconocemos que las personas de los países en transición al capitalismo no son patéticos mendigos ni los abruman hábitos obsoletos ni son prisioneros complacientes de culturas disfuncionales, entonces, ¿por qué el capitalismo no les permite producir riqueza, como en Occidente? ¿Por qué el capitalismo solo prospera en Occidente, como si estuviera preso bajo una campana de cristal?
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La solidaridad no puede entenderse como adhesión circunstancial a la causa de otros, sino como base de un proyecto concreto de convivencia.
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Jamás seremos iguales, ni se abolirán las clases, ni los privilegios, jamás el ser humano desechará los sistemas jerárquicos basados en lo que uno posee, pero al menos -tampoco es tanto pedir- deberíamos aspirar a que los pobres, las víctimas y los que viven como esclavos, puedan disponer de una comida al día. Y eso depende en muchos casos de nosotros, de nuestras pequeñas acciones y gestos de compromiso que, gota a gota, riegan las tierras de la igualdad con un líquido llamado solidaridad.
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Siguiendo una tautología básica: si los conflictos armados se originan tras la intervención humana y el hambre es una de las consecuencias que esta provoca, podemos concluir que el causante del hambre es el hombre, quien, paradójicamente, lo alimenta. Incluso cuando el detonante del hambre es de otro tipo, como los desastres naturales, el hombre tiene la responsabilidad de no haber salvaguardado el entorno. Todas las faltas de respeto que se dan hacia el planeta y los seres que habitan en ella generan a la postre muerte y destrucción. Drama. Hambre.
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Tirar la basura es un gesto de poder. El poder de prescindir de bienes que otros necesitarían.
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Para ellos la ecuación es muy sencilla: cuando el oligopolio acuerda una subida de precios, crece el hambre en el mundo. Y es que, el problema de la pobreza no depende, como ya hemos repetido, del abastecimiento, sino del acceso a la tierra y los alimentos. Y mientras no haya una legislación de mínimos que impida prácticas abusivas por parte de las multinacionales, nadie podrá acabar con el hambre global.
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Gregorio Samsa es un ...