Llegué a este libro a oscuras. A tientas me había agarrado a una cuerda que prometía llevarme hasta Marga Gil Roësset, la gran escultora, ilustradora y poetisa a la que siempre se la recuerda ligada al nombre de Juan Ramón Jiménez. A Marga se la considera una niña prodigio. Dibujaba con soltura a los siete años. Con doce ilustró “El niño de oro”, un cuento escrito por su hermana Consuelo. A los quince se decantó por la escultura. Aprendía de manera autodidacta. Era tal su habilidad que incluso hubo quien se negó a darle clase por miedo a estropear su talento innato. Sin embargo, su obra es escasa. Con veinticuatro años, presa del amor apasionado que sentía por el poeta onubense, Marga se suicidó, destruyendo antes gran parte de su obra. Esperaba encontrar en este libro un poco de luz sobre la figura de Marga Gil Roësset. Sobre su vida y sobre su persona. Algo que no fuesen los intrincados detalles de esa muerte buscada a destiempo que siempre aparece al teclear su nombre. Quizá por ello no he conseguido empatizar con la otra Marga, su sobrina, quien escribe esta novela a caballo entre la ficción y la realidad. Y tal vez el fallo haya sido mío, al adentrarme en una novela con la cabeza puesta en una biografía; porque quería beberme la realidad de la Marga del 27, esa mujer única que no necesitó maestros para aprender a esculpir o dibujar y crear una obra vanguardista y genial. Pese a todo, es posible que la lectura de “Amarga luz” sea un buen primer acercamiento, un punto desde el que empezar a descubrirla. Sin duda, para mí, la mejor parte han sido los fragmentos de su tía que la autora intercala en la novela. Esas letras escritas de cualquier manera, sin pensarlas, en un fluir de pensamiento y de sentir que tan solo los puntos suspensivos pueden entender. Porque las palabras no pueden expresarlo todo. + Leer más |