Mausoleo

La vida no es más que memoria y ficción. Es traicionera, al igual que la memoria, y rellena sus vacíos con la ficción que deseamos o necesitamos creer. Ya lo decía Joseph Goebbels, si se repite una mentira con demasiada frecuencia, se convertirá en verdad. Y el Mausoleo de Chennevière es una (re)creación de la realidad, o una manera de atrapar los recuerdos y no darles la oportunidad de ficcionalizarse. O, quizás, la ficción a la que hace referencia es ese libro metaliterario que está escribiendo mientras nosotras lo estamos leyendo, con una parte de lo contado todavía ocurriendo, mientras lo inevitable todavía no ha llegado, y, así, hay una cierta sensación de suspensión temporal que acompaña durante toda la lectura.

Mausoleo es la palabra que, en una mañana especialmente dolorosa, abrió el caudal de la escritura y que eligió en seguida como título. Es un monumento frágil a su antigua pareja, un monumento pensado para destruir el amor, para acabar con su imagen y con la pasión que había sentido por él. Porque las rupturas amorosas, aunque morir por una sea un cliché de siglos pasados, se siguen viviendo como duelos; porque el dolor nos transforma, y que tire la primera piedra quien no haya deseado la muerte de la otra persona antes que aceptar una vida que ya no quiere compartir. Y es para esa hipotéticamente muerte para la que Chennevière erige este mausoleo que tenéis entre las manos, un lugar donde siempre podrá encontrar a esa persona, reposando en calma.

En un monólogo interior con la forma de un diálogo unidireccional de la protagonista-narradora-autora con su expareja, Mausoleo describe la desesperación del final del amor. Relata las diferentes temporalidades de una ruptura, porque no, (casi) nunca son lineales ni definitivas, porque a veces la nostalgia fuerza un reintento, porque los errores se repiten. En el desamor perdemos la dignidad, nos humillamos en pos de una felicidad que ya habíamos perdido, dejamos atrás ideales y creencias con tal de retener a quien ya está lejos. Mausoleo es la historia de muchas de nosotras, también la mía hace no demasiado. No es una lectura fácil, porque es un espejo del pasado y quizás del futuro, porque leerlo reaviva el miedo de volver a sentirlo todo.

En «Mausoleo» Louise Chennevière se abre en canal e invita a mirar, a asomarse al abismo de su pérdida, de su abandono. El abandono ajeno, tan doloroso pero tan común de quien fue deseado, amado y admirado y que, un día, unilateralmente, decidió salir. También el abandono por parte de esa loca que, un día, jugó con imposibles de eternidad y que, ahora, también da la espalda a un presente que se antoja de pronto estanco. Porque en una ruptura así, tan dificil es lidiar con la ausencia de la persona como con el propio ser ovillado que queda atrás, esa que no supo, o más bien no quiso, ver que todo estaba abocado al fracaso desde el primer día. Esa que se lanzo, con los ojos cerrados y haciendo un triple carpado a los brazos de quien un día quedaría reducido a espinas profundamente clavadas. Espinas que solo se caen tras mucho tiempo o que se arrancan, aun húmedas, mediante el exorcismo que es la escritura. Estas son las espinas de Louise, que se amoldan a la perfección en las cicatrices propias del lector, y también son poesía. Tan bellas y necesarias que quizás justifican y engrandecen ese triple carpado de caóticas consecuencias y todo aquello que finalmente no es más que sentirse viva.