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En «Mausoleo» Louise Chennevière se abre en canal e invita a mirar, a asomarse al abismo de su pérdida, de su abandono. El abandono ajeno, tan doloroso pero tan común de quien fue deseado, amado y admirado y que, un día, unilateralmente, decidió salir. También el abandono por parte de esa loca que, un día, jugó con imposibles de eternidad y que, ahora, también da la espalda a un presente que se antoja de pronto estanco. Porque en una ruptura así, tan dificil es lidiar con la ausencia de la persona como con el propio ser ovillado que queda atrás, esa que no supo, o más bien no quiso, ver que todo estaba abocado al fracaso desde el primer día. Esa que se lanzo, con los ojos cerrados y haciendo un triple carpado a los brazos de quien un día quedaría reducido a espinas profundamente clavadas. Espinas que solo se caen tras mucho tiempo o que se arrancan, aun húmedas, mediante el exorcismo que es la escritura. Estas son las espinas de Louise, que se amoldan a la perfección en las cicatrices propias del lector, y también son poesía. Tan bellas y necesarias que quizás justifican y engrandecen ese triple carpado de caóticas consecuencias y todo aquello que finalmente no es más que sentirse viva.
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