¿Y la revolución, padre, qué nos queda a ti y a mí de tu vieja revolución, cuando aún creías que la vida tenía un sentido y no el que descubriste tantos años después en las amargas profundidades del pozo? ¿Qué nos queda?
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¿Y la revolución, padre, qué nos queda a ti y a mí de tu vieja revolución, cuando aún creías que la vida tenía un sentido y no el que descubriste tantos años después en las amargas profundidades del pozo? ¿Qué nos queda?
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Borrar el daño que sufrimos antes es una estrategia para seguir viviendo sin que los monstruos conviertan el sueño en una pesadilla insoportable. Eso lo sabías y ésa fue tu vida. No hablar ni de lo que perdiste, que habría de ser finalmente casi todo. Callar como si las calles y las casas donde vivimos se hubieran convertido en una emboscada sin atajos para la huida.
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Ahora ya conozco tu historia. Y qué. Qué hago con ella. Me pasé todos estos años haciéndote preguntas, y estaba seguro de que las pocas veces que contestabas te habías inventado todas las respuestas. Dejo aquí la escritura, del lado de la intemperie, al abrigo sólo de los invisibles perros guardianes del pantano, de la fragilidad tantas veces intrusa de la memoria, de aquella sombra que todas las noches entraba en nuestra habitación y nos decía, mientras mi hermano se quedaba mirando los ojales de la camisa o el jersey, que ya era hora de levantarnos porque la masa estaba a punto de levadura. Todo regresa al principio porque el final y el principio se confunden en la seguridad de que ha de tener un sentido lo que nos pasa.
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Dicen que las primeras lecturas dejan huella en quienes luego dedicarán su vida a la literatura. Seguramente es verdad. Por eso no me reconozco en otro origen que no sea el de esas pequeñas, insignificantes novelitas que vendían en los quioscos y que los jueves llegaban en el autobús de línea para que pudiéramos cambiarlas por las de la semana anterior.
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Un día abandonamos la ciudad y volvimos a Los Yesares, no sabíamos mi hermano y yo hasta cuándo. Estábamos en la ruina. Otra guerra perdida. ¿Llevas tú la cuenta de las guerras que hemos perdido? No me mires así. Nunca se me borrará de la memoria la noche en que unos hombres con sombrero y gabardina detuvieron el triciclo en que transportábamos las lecheras, te enseñaron unos papeles y dijeron que se las llevaban en su camioneta. No supe hasta mucho más tarde qué significaba la palabra requisadas. Yo te acompañaba en los repartos por el barrio. Toda mi vida he intentado olvidar cómo llorabas de impotencia y de vergüenza en el regreso a casa. Y nunca lo he conseguido. Nunca.
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Recuerdo el día en que vimos juntos en la televisión “El viaje a ninguna parte”. Así íbamos nosotros por todos los pueblos de la Serranía, dijiste. A veces me pregunto, aún hoy después de tantos años, de dónde sacabais los decorados, el telón para abrir y cerrar las representaciones, los trajes de época para “Don Juan Tenorio”, “La vida es sueño” o “Genoveva de Brabante”. Siempre he creído que mi hermano hacía de Benoni, el hijo de la sufriente Genoveva. Aún hoy lo veo en brazos de su madre en la ficción, asomados los dos al abismo negro que se abría en la boca de la cueva.
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El retrato de Dorian Gray